
LA SHOÁ Y EL DESTINO DE UN JUGUETE
Por Martha Wolff
“…Hitler está muerto, es indudable aunque no tiene tumba. Algo peor que su cuerpo sobrevive de él: su pensamiento. Lo encontramos en enfermos del poder, en grupos que lo usan como argumento para sus excesos y en sectores que creen que su genética les da autoridad y liderazgo.” Esta reflexión es lo mejor que he leído en los últimos tiempos. Es de un artículo escrito por el periodista Claudio Scarazzo, periodista, locutor, redactor y productor, sobre los más variados temas y de uno en especial sobre Hitler en la Argentina, tema que tendrá lugar en el zoom de Amigos por Israel a fines de abril. Y la locura del odio encarnada en sus seguidores sigue vigente. Sus accionistas todavía nada han aprendido del ayer y del hoy.
Hoy estamos viviendo en un universo pandemizado de un virus minúsculo asesino o dañino que mata y enferma indiscriminadamente en oposición a los nazis de obediencia debida que tenían bien claro quiénes eran sus víctimas. Los nazis de siempre siguen siendo cultores y de un demente que quiso borrar de la faz de la tierra a los judío. Pero para los que como yo fui a poner una rosa en la pira de cenizas de Auschwitz, fue entender hasta dónde puede llegar la crueldad humana.
El haber caminado por sus calles empedradas que conducían de las guarniciones militares polacas hacia las cámaras de gas es haber pisado sus huellas invisibles para decir aquí estamos para recordarlos. Es haber entrado a ver la más abyecta contención de seres humanos rebajados a la crueldad del hacinamiento. Es haber olido la todavía fétida atmósfera de deposiciones en una tabla con agujeros para sus necesidades. Es haber comprobado las infra pócimas de comida inmunda que recibían. Es haber visto los elementos para tatuarlos para denigrarlos a ser números en vez de personas con nombres. A entrar a los lugares donde se experimentaban con ellos armas biológicas y degeneraciones físicas como si fueran cobayos para purificar su condición superior de arios. De sentir que estaba todavía Mengele indicando matar a las mujeres embarazadas para que después de parir despedazar a sus hijos con experimentos para terminar con ellos la raza judía, erróneamente llamada raza, ya que es una cultura, una religión, un pueblo disperso y perseguido por su fidelidad inclaudicable.
Haber sido también parte de Iom HaShoá en Jerusalén es haber recibido una transfusión de identidad, justicia y orgullo por la memoria colectiva judía.
Tanto en una como en otra experiencia tuve presente un regalo que la tía de mi esposo le hizo al dejar Alemania, una por la persecución y el otro por la emigración. El camino a los campos de extermino de ella y el de la Diáspora de él, dejó en sus manos un regalo: una locomotora. Ese juguete partió clandestinamente a Holanda, luego por el Barón Mauricio de Hirsch por la Colonización Judía a la Argentina a la Colonia Avigdor, la última en 1936 para alemanes judíos refugiados. Ese regalo era como tener un retrato y parte de su corazón de un amor familiar quebrado.
Pasaron muchos años y esa locomotora estuvo estacionada en varias bibliotecas de nuestra casa en un lugar de privilegio. Su andar estático, su pitar mudo y su alma fue conservado como algo sagrado, como un testigo mudo de un pasado imposible de olvidar.
Pasaron los años y llegaron las nuevas generaciones. Con ellos la continuidad de recuerdos, de memoria y de culto de los que los nazis mataron. Y cuando llegaron nuestros nietos el deseo de querer jugar con la locomotora recibían como respuesta un no junto al relato de que representaba a millones de judíos que no pudieron seguir su camino de vida. Pero llegó un día en que uno de nuestros nietos, pidió hacerse cargo de ese tesoro y fue cuando supimos que la locomotora seguiría recorriendo la historia de la Shoá a los hijos de sus hijos.
¡Amén!
Por Martha Wolff
“…Hitler está muerto, es indudable aunque no tiene tumba. Algo peor que su cuerpo sobrevive de él: su pensamiento. Lo encontramos en enfermos del poder, en grupos que lo usan como argumento para sus excesos y en sectores que creen que su genética les da autoridad y liderazgo.” Esta reflexión es lo mejor que he leído en los últimos tiempos. Es de un artículo escrito por el periodista Claudio Scarazzo, periodista, locutor, redactor y productor, sobre los más variados temas y de uno en especial sobre Hitler en la Argentina, tema que tendrá lugar en el zoom de Amigos por Israel a fines de abril. Y la locura del odio encarnada en sus seguidores sigue vigente. Sus accionistas todavía nada han aprendido del ayer y del hoy.
Hoy estamos viviendo en un universo pandemizado de un virus minúsculo asesino o dañino que mata y enferma indiscriminadamente en oposición a los nazis de obediencia debida que tenían bien claro quiénes eran sus víctimas. Los nazis de siempre siguen siendo cultores y de un demente que quiso borrar de la faz de la tierra a los judío. Pero para los que como yo fui a poner una rosa en la pira de cenizas de Auschwitz, fue entender hasta dónde puede llegar la crueldad humana.
El haber caminado por sus calles empedradas que conducían de las guarniciones militares polacas hacia las cámaras de gas es haber pisado sus huellas invisibles para decir aquí estamos para recordarlos. Es haber entrado a ver la más abyecta contención de seres humanos rebajados a la crueldad del hacinamiento. Es haber olido la todavía fétida atmósfera de deposiciones en una tabla con agujeros para sus necesidades. Es haber comprobado las infra pócimas de comida inmunda que recibían. Es haber visto los elementos para tatuarlos para denigrarlos a ser números en vez de personas con nombres. A entrar a los lugares donde se experimentaban con ellos armas biológicas y degeneraciones físicas como si fueran cobayos para purificar su condición superior de arios. De sentir que estaba todavía Mengele indicando matar a las mujeres embarazadas para que después de parir despedazar a sus hijos con experimentos para terminar con ellos la raza judía, erróneamente llamada raza, ya que es una cultura, una religión, un pueblo disperso y perseguido por su fidelidad inclaudicable.
Haber sido también parte de Iom HaShoá en Jerusalén es haber recibido una transfusión de identidad, justicia y orgullo por la memoria colectiva judía.
Tanto en una como en otra experiencia tuve presente un regalo que la tía de mi esposo le hizo al dejar Alemania, una por la persecución y el otro por la emigración. El camino a los campos de extermino de ella y el de la Diáspora de él, dejó en sus manos un regalo: una locomotora. Ese juguete partió clandestinamente a Holanda, luego por el Barón Mauricio de Hirsch por la Colonización Judía a la Argentina a la Colonia Avigdor, la última en 1936 para alemanes judíos refugiados. Ese regalo era como tener un retrato y parte de su corazón de un amor familiar quebrado.
Pasaron muchos años y esa locomotora estuvo estacionada en varias bibliotecas de nuestra casa en un lugar de privilegio. Su andar estático, su pitar mudo y su alma fue conservado como algo sagrado, como un testigo mudo de un pasado imposible de olvidar.
Pasaron los años y llegaron las nuevas generaciones. Con ellos la continuidad de recuerdos, de memoria y de culto de los que los nazis mataron. Y cuando llegaron nuestros nietos el deseo de querer jugar con la locomotora recibían como respuesta un no junto al relato de que representaba a millones de judíos que no pudieron seguir su camino de vida. Pero llegó un día en que uno de nuestros nietos, pidió hacerse cargo de ese tesoro y fue cuando supimos que la locomotora seguiría recorriendo la historia de la Shoá a los hijos de sus hijos.
¡Amén!
Por Martha Wolff